Ya lo dice ese hombre sabio que es mi suegro, de las estrellitas, huye!! Ajeno a su siempre certero consejo, la pasada Semana Santa tuve la osada ocurrencia de visitar uno de esos supuestos templos gastronomitos avalados por dos estrellas Michelin. Este restaurante, antaño llamado El Poblet, lleva hoy el nombre de su afamado cocinero, […]
Ya lo dice ese hombre sabio que es mi suegro, de las estrellitas, huye!! Ajeno a su siempre certero consejo, la pasada Semana Santa tuve la osada ocurrencia de visitar uno de esos supuestos templos gastronomitos avalados por dos estrellas Michelin. Este restaurante, antaño llamado El Poblet, lleva hoy el nombre de su afamado cocinero, Quique Dacosta.
La verdad es que el montaje es de los que no dejan indiferente. El continente es impresionante: magnifico edificio de diseño, cocina acristalada a la vista, ingente tropel de camareros por doquier, etc. Ni un pero que poner. La cosa empieza a ponerse preocupante cuando al afrancesado chef, le sigue el más pedante y redicho sumiller con el que ninguno de los seis comensales hayamos tratado nunca.
Empezamos catando ocho variedades de pan, seis tipos de aceites y tres de vinagres. Reconozco que no soy de los que disfruta de semejantes prolegómenos, pero entiendo que hay público para todo. Después, y habiendo cometido el error de optar por el menú degustación, iniciamos la experiencia gastronómica, un autentico calvario propio de las fechas. Basta con decir que por primera vez en mi vida, deje la mayoría de los platos intactos (y los que me conocen saben que uno es de buen yantar). Los retortijones, quejidos y protestas de nuestros nada satisfechos estómagos fueron una constante desde el primer al último bocado de forma unánime entre los presentes. Fue tanta la incomodidad que sentíamos, que sopesamos la posibilidad de interrumpir la interminable procesión de camareros y platos. Optamos por no hacerlo, deseosos de que alguno fuera de nuestro agrado y poder así, una vez en Madrid, recordar con afecto la experiencia. No se produjo. Después de haber catado (en ningún caso concluido) todos los platos del menú, solicitamos un digestivo con la esperanza de acelerar el transito y eliminar cuanto antes cualquier trazo en el paladar. Pero si cada plato fue una sorpresa ingrata, aun más lo fue la cuenta, la más elevada que recuerdo.
Como dice también otro hombre sabio, solo de las experiencias desagradables se aprende. Yo de esta he aprendido a evitar las dichosas estrellitas, y a hacer mas caso de mi suegro.