¿(Cómo) afecta el envejecimiento de la sociedad a los precios?

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La deflación parece haber atravesado nuestras economías. Pero algunos años antes de la caída del precio del petróleo la tasa de inflación en algunos países desarrollados ya era baja y las presiones deflacionistas aumentaron en las economías emergentes. Además de la actuación de los bancos centrales, la evolución de los precios de las materias primas y las alzas salariales, son claramente las estructuras sociales envejecidas las que influirán en el movimiento de precios.

En muchos países de la OCDE, dos tendencias llevan a nuestra estructura demográfica hacia una población más envejecida: el incremento de la esperanza de vida y el descenso de los índices de natalidad. La combinación de estas dos tendencias apunta a que la proporción de la población en edad de trabajar está decreciendo. No solo los individuos están envejeciendo, sino las sociedades en su conjunto.

La población en edad de trabajar es clave para el crecimiento del PIB y la demanda agregada. Si la población en edad de trabajar disminuye, también lo hace el PIB, mientras la pérdida de capital humano no puede ser compensada por una mayor eficiencia en la producción. En una sociedad que envejece, el producto económico generado por la población ocupada ha de distribuirse a su vez entre más personas que no trabajan. La disminución del PIB per cápita creará una presión a la baja sobre la demanda agregada, pues cada persona tiene menos para gastar. La menor demanda privada agregada resultante ejerce una fuerte presión bajista sobre los precios al consumo.

El envejecimiento implica tambien que un porcentaje creciente de personas mayores vivirán de sus ahorros acumulados, recurriendo al desahorro o a la venta de activos para financiar su consumo. Al aumentar el número de vendedores, los precios de los activos deberían descender. Esto reducirá la riqueza agregada acumulada por los ahorradores y, en última instancia, su consumo.

Entre tanto, el segmento de mediana edad que está ahorrando para su jubilación está más interesado en inversiones que le aseguren pagos seguros y periódicos. En consecuencia, la demanda residual de activos estará probablemente sobreponderada en renta fija y presionará a la baja los tipos de interés a largo plazo. La contracción de los tipos a largo plazo se ve amplificada por las menores expectativas de crecimiento debidas al descenso de la población activa. Unos tipos de interés bajos dejarán menos margen a los bancos centrales para combatir la deflación a través de recortes de los tipos oficiales.

Además, se espera una rotación desde bienes a servicios (como atención sanitaria y servicios personales). Sin embargo, en lo que respecta a los servicios, reviste más dificultad para las empresas sustituir la mano de obra por capital. Por consiguiente, la mayor demanda de inversiones de capital en servicios no compensará la reducción asociada a la menor producción de bienes de consumo, por lo que la inversión agregada mostrará probablemente un retroceso.

Por el lado positivo, cabría añadir que la deflación es perfecta para los consumidores de edad avanzada que ahorraron en los años previos a su jubilación. Sin embargo, resulta letal para los endeudados. En el caso de nuestras economías impulsadas por el crédito, encuadradas en el lado «incorrecto» de la ecuación: los efectos deflacionistas del envejecimiento se verán acentuados por la imperiosa necesidad de una consolidación fiscal. Bajo esta óptica, no deberíamos confiar tanto en que los bancos centrales actúen, como en que se adopten reformas estructurales destinadas a mejorar la productividad (educación, tecnología de la información, infraestructuras, I+D) y a aumentar la fuerza laboral (participación de la mujer en la población activa, inmigración, políticas de conciliación de la vida familiar), así como en unos políticos potencialmente más creativos, capaces y dispuestos a atacar los problemas desde la raíz.