¿Cómo seleccionar a un family office?

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Imagen cedida

TRIBUNA de Juan Jesús Gómez Cubillo, socio de Consilio Asesores Patrimoniales Independientes.

Si usted es un inversor que cuenta con un patrimonio relevante y está pensando en seleccionar a un asesor financiero, seguramente no sean de aplicación los criterios que habitualmente se utilizan para invertir en cualquier activo tangible, para comprar un producto financiero y ni siquiera los que se consideran a la hora de contratar otros servicios profesionales como los prestados por abogados, médicos o arquitectos. En esta columna intentaremos definir algunos parámetros que puedan resultar de utilidad en este proceso

La actividad financiera, por intangible y también por compleja requiere de procesos de selección propios, no comunes a otro tipo de actividades económicas. La incertidumbre que rodea a cualquier decisión financiera estriba en tres razones fundamentales: la posibilidad de que las expectativas no se formen  adecuadamente (bien porque se basen en resultados pasados bien porque los riesgos no sean convenientemente visualizados), la dificultad, por parte del inversor, de entender conceptos que no son intuitivos (volatilidad, apalancamiento, delta…) y, finalmente, la existencia de toda una serie de intereses que pueden generar conflictos a la hora de ofrecer una recomendación o de proponer una inversión. De todos los factores anteriores, el más peligroso es el tercero, puesto que si estos conflictos existen o pueden existir, los dos primeros factores casi con toda seguridad aparecerán: las explicaciones serán más complejas y menos intuitivas porque el incentivo a ser transparente es menor y la supuesta complejidad es un muy buen aliado de la información insuficiente. Por otro lado, la correcta generación de expectativas por parte del inversor, también se verá peligrosamente amenazada por cuanto los retornos esperados serán generosamente amplificados por el asesor y los riesgos obviados o minimizados.

La confianza y la discreción

El principal factor de confort en la actividad financiera, en la actividad económica en general y podríamos decir que, en la vida, es la confianza. No es mal consejo seleccionar a aquel asesor financiero por ser el que más confianza merece. El problema es que muchas veces no contamos con la suficiente información para saber si alguien es o no digno de confianza. Podemos recurrir a las referencias  de otros clientes pero no es habitual que los propietarios de un gran patrimonio recomienden a quien consideran que es su asesor de confianza puesto que aquí se juega algo tan importante como es la privacidad que va mucho más allá de la necesaria confidencialidad por parte de cualquier profesional. Por ello, a la hora de seleccionar a un family office, es importante comprobar la estabilidad de los equipos en los proyectos y la antigüedad con que viene prestando el servicio en la misma modalidad en la que hoy lo prestan. En este sentido, para este tipo de perfil de gran inversor, parece aconsejable confiar en firmas que son propiedad al 100% de los profesionales que prestan el servicio. Tampoco parece una buena recomendación elegir un asesor por su tamaño, cuando una actividad tan a la medida exige de un trabajo de sastrería no un pret a porter: a ningún sastre de Saville Row se le ocurriría presumir de tamaño; además, las grandes estructuras hay que, de uno u otro modo, pagarlas.

¿De qué deberíamos desconfiar?

Si la clave para contratar a un asesor es la confianza, parece que detectar cuáles son los factores que nos deberían hacer desconfiar, puede ser un mecanismo útil, al menos a la hora de eliminar candidatos. Si usted cuenta con un gran patrimonio, desconfíe de aquellos que o no le cobran o que tratan de poner en valor su trabajo devolviéndole comisiones que ellos cobran derivados de la gestión de su patrimonio. Un dicho inglés alude a esta circunstancia y traducido viene a decir: Si pagas cacahuetes, sólo tendrás monos. O en el lenguaje mucho más tierno de Mafalda: La confianza es algo tan valioso que nunca la puedes esperar de gente barata. Es esto lo que MiFID II, la Directiva que entró en vigor a nivel europeo a principios de año trata de preservar al separar de forma taxativa al diferenciar entre ASESORAMIENTO INDEPENDIENTE (aquel en el que el inversor es el que explícitamente paga por el asesoramiento) y ASESORAMIENTO NO INDEPENDIENTE (aquel en el que el asesor se remunera de forma diferente al pago explícito y por lo tanto cobra de las comisiones que le ceden los gestores de los productos en que se invierte o los bancos con que se trabaja). Contraintuitivamente y, a partir de determinados umbrales de patrimonio, el pago explícito (asesoramiento independiente) resulta ser un esquema menos costoso para el inversor que la cascada de costes inducidos propios del asesoramiento no independiente, aparte de la obviedad de que es, en este último tipo de asesoramiento [asesoramiento no independiente], en el que los conflictos de interés aparecen con mucha mayor facilidad y son mucho más evidentes.

Del mismo modo parece mucho más adecuada una forma de remuneración del asesor que no se base en la denominada comisión de éxito o remuneración por participación en la rentabilidad de la cartera. Al igual que, en determinados tipos de inversiones (capital riesgo), la participación del gestor en los beneficios es clave porque le alinea con los inversores (entre otras cosas porque es el propio gestor el que habitualmente co-invierte) cuando se trata de quien debe cuidar de nuestro patrimonio (en el mundo anglosajón gatekeeper o el que cuida la puerta) una participación en beneficios automáticamente sesga al asesor a la asunción de mayor riesgo de la cartera, por cuanto si las inversiones van bien en el corto plazo puede obtener retornos suculentos y en cambio, si van mal, es el inversor el que pierde. Por supuesto, damos por hecho que la política de conflictos de interés del asesor prohíbe invertir en las mismas inversiones que sus clientes (especialmente aquellas de carácter más ilíquido) para, de nuevo, evitar cualquier conflicto de interés.

De igual modo, otra luz de alarma debería encenderse en el panel de la desconfianza si nuestro potencial asesor tiene otro tipo de actividades diferentes al asesoramiento financiero como ocurre con la banca de inversión, la gestión de activos, el capital riesgo o la inversión inmobiliaria o, por supuesto, si cuenta producto propio. Es este un permanente riesgo que un refrán español nos ayuda a visualizar: poner al lobo a guardar a las ovejas. Siempre existirá la tentación por parte de una firma que cuenta con diferentes negocios de apoyarse en el capital más fácil de captar… el que nos ha confiado su cuidado. En contra de lo que a primera vista pudiera parecer, tampoco parece recomendable por parte del asesor financiero, el ofrecimiento de asesoramiento fiscal o legal cuando no es su área de especialización y, además, cualquier inversor de este nivel cuenta ya con sus asesores legales especializados. Parece mucho más saludable que el inversor exija una coordinación total entre el family office y el bufete con el que trabaje.

Transparencia vs independencia

Finalmente, el debate público sobre la implantación de MiFID II se ha centrado esencialmente en la independencia o no independencia pero se le ha dado menos importancia a un elemento clave: la TRANSPARENCIA. La nueva normativa exige un desglose de todos los costes que se aplican a un inversor por todos los conceptos. Esto ha hecho que algunos asesores que se autodenominaban independientes hayan buscado otras figuras como la gestión para evitar, a final de este año 2018, tener que explicar a sus clientes que aunque ellos defendían que su asesoramiento era independiente, en realidad no lo era, tal y como establece la reciente normativa.