Parece que el problema no es sólo nuestro

Andamos a vueltas con la cultura financiera del inversor español, no sé si –una vez más- porque es una buena excusa para justificar el giro táctico de la entidad de turno en sus recomendaciones de producto (hoy toca depósitos) o porque algunas entidades no encuentran otra explicación a la enorme desconfianza que, desde hace un par de años, padece el inversor hacia ellas.

El pasado 5 de julio, en un interesante artículo, Greater Fools, publicado en The New Yorker, su autor, James Surowiecki hablaba de los conocimientos financieros del ahorrador americano y de que los últimos estudios, realizados por distintas y prestigiosas universidades revelaban que “la profundidad de nuestra ignorancia financiera es alarmante”.

Parece, por tanto, que el problema no es sólo nuestro.

El mundo ha corrido en los últimos años hacia la desintermediación financiera. Es deseable que el inversor tiene más control sobre su vida financiera, pero esto exige una mayor responsabilidad a la hora de tomar decisiones, a la hora de elegir entre multitud de alternativas que cada vez se han ido tornando más complejas. Es aquí, donde el inversor poco informado toma decisiones ineficientes.

Surowiecki propone distintas soluciones, complementarias entre sí, que pasarían por la regulación, la mejora en la arquitectura de la toma de decisiones y la educación financiera para inversores particulares.

Aunque aquí también se ha dado un fenómeno de desintermediación financiera, el proceso no ha terminado de completarse, principalmente porque los actores protagonistas en todas las líneas de ahorro e inversión son los bancos y cajas, cuyo negocio típico es la intermediación, y cuando han tenido que sentarse más de dos minutos con el inversor, la vuelta al negocio tradicional de tomar y dar prestado, ha sido rapidísima.

El inversor no está, por tanto, solo, pero ¿está en buenas manos?

Las entidades financieras españolas llevamos algún tiempo adaptándonos a las exigencias de MiFID, uno de cuyos objetivos principales es la protección del inversor. El riesgo es quedarse en el formalismo y que dicha protección no sea efectiva o no lo sea en la dirección adecuada. Así, en determinadas circunstancias, se puede llegar a (1) intentar paliar el riesgo regulatorio, ampliando al máximo el número y variedad de situaciones que puedan tener cabida en los conceptos de “simple ejecución” y “comercialización” y (2) volver a caer en el abuso de las campañas de productos, las más de las veces, pensadas para la entidad y no para el inversor.

Me parece por ello muy oportuna la Guía de Actuación para el Análisis de la Conveniencia y la Idoneidad que ha editado recientemente la CNMV y en la que se dan pistas muy interesantes que vienen a clarificar algunas interpretaciones demasiado laxas o interesadas de la norma. Aunque en mi opinión, queda el resquicio del “asesoramiento puntual” por el que se podría colar algún producto o práctica más del interés de la entidad que del interés del cliente, además de algún concepto demasiado estático, como la experiencia del inversor.

Sin embargo, prácticamente nada se ha hecho o investigado en España acerca de la arquitectura de toma de decisiones, aunque el campo de actuación es enorme e intuyo que los resultados serían muy buenos. Las acciones en este sentido deberían ayudar al inversor, sin imponerle una alternativa, a tomar decisiones eficientes, corrigiendo los defectos de evaluación de los problemas y sus efectos en el tiempo. La idea subyacente es que el inversor no es tan racional en sus decisiones como pretende la ortodoxia económica.

Respecto a la educación financiera, el Plan de Educación Financiera 2008-2012 ha sido una buena iniciativa, pero dudo de su capilaridad e influencia. En primer lugar, porque sólo se han puesto en práctica algunas de las medidas que contemplaba. En segundo lugar, porque su horizonte temporal es corto y se ha comenzado a implementar tarde. Sería bueno, en el ecuador del proyecto, tener algunos datos sobre su grado de implementación y de consecución de objetivos. En cualquier caso, opino que habría que prorrogar la iniciativa sine die, pues por ahí van los tiros.

Surowiecki apunta en su artículo a una suerte de carné de inversor y asegura que trabajando ciertos conocimientos rudimentarios de cálculo e inculcando algunos conceptos básicos sobre finanzas personales se podría mejorar mucho.

Me temo que esta solución no se adapte a nuestro momentum, pero sí lleva implícita una historia que merece la pena que el regulador considere y es que la cultura financiera no es algo estático. Si evaluamos, sin más la experiencia previa, el nivel de estudios y la experiencia profesional, aun considerando familias de instrumentos similares, damos por hecho que el inversor no puede aprender. En mi opinión, si queremos proteger al inversor lo mejor es ayudarle y enseñarle a invertir bien, en vez de encasillarle en un perfil estanco.

Precisamente, es en este punto donde más me gustaría incidir. Defiendo que asesores mejor formados, son asesores con más criterio y más libres para el desempeño de su actividad. La relación del inversor con estos profesionales, antes asesores que empleados de entidad financiera, debería redundar en una clara ganancia en conocimiento, no sólo de las alternativas de inversión, como pretende la regulación, sino, sobretodo, de la relación que cada uno mantiene con el dinero: cómo lo gana, cómo lo gasta, cómo lo ahorra, cuánto se endeuda y por qué lo hace, para qué invierte y cómo quiere que sea su situación patrimonial hoy y en el futuro.

Esta es la pregunta de la que huyen los test y cuando la incluyen (idoneidad), huyen de ella muchos asesores: ¿para qué inviertes? La razón: complica la vida del asesor, que deberá dedicarle más tiempo y esfuerzo a sus clientes y exige del inversor una mayor involucración en el proceso de planificación de sus finanzas personales.

En mi opinión, se trata de la pregunta más importante de todas, la que da sentido a cualquier estrategia de inversión, una visión global, la que permite encontrar el nivel de riesgo adecuado, acorde con la rentabilidad objetivo, la que facilita la definición precisa del horizonte temporal y la que, en definitiva, facilita la selección de los vehículos de inversión adecuados.

El principal obstáculo a vencer son las inercias y servidumbres de negocio que, en muchas entidades financieras, suponen un freno a la deseada transformación. Ésta, sin embargo, ya está en camino y apuesto a que poco a poco, pero muy intensamente, va a ir tomando forma.