Artículo de Carlos Fernández, profesor del IEB.
En gestión de activos, el alfa es un concepto que admite varias aproximaciones. En general, en el espíritu de todas ellas querremos medir la calidad de la gestión, aunque no resulte fácil conseguirlo. Normalmente por alfa solemos referimos a la diferencia entre la rentabilidad de una cartera gestionada activamente y su índice de referencia durante un período. Además, cuando hablamos de períodos superiores a un año, solemos anualizar la medición de esa diferencia para facilitar la comparación.
Por ejemplo, si un fondo mixto ha ofrecido una rentabilidad del 14% en el último año, y su benchmark ha obtenido un 12% en el mismo período, el alfa de dicho fondo será del 2%. Nada impide que un fondo destruya valor, como es fácil demostrar. Por tanto, el alfa también puede ser negativo. Volviendo al ejemplo anterior, si el fondo hubiese ofrecido una rentabilidad del 11% en el último año, su alfa sería de -1%.
El problema del alfa es que, en general, no es persistente, por lo que excesos de rentabilidad pasados no garantizan excesos de rentabilidad futuros, una versión de la famosa coletilla que respeta mejor el espíritu de lo que es la gestión activa. Ni siquiera es que la medición de la rentabilidad extra a largo plazo, sin pensar en su repetibilidad, ofrezca un panorama mucho mejor, puesto que, de nuevo en general, el alfa a largo plazo suele ser negativo.
Sin embargo, hay algunos factores que se han demostrado relacionados positivamente con el alfa, o con una menor destrucción de alfa, como los gastos totales del fondo o la inversión de los propios gestores en su fondo, la estabilidad del equipo, etc… Estos factores no garantizan resultados, puesto que el ruido sigue siendo muy elevado, pero al menos nos permiten establecer una orientación ex ante sobre lo que podemos esperar. Por eso la opinión cualitativa y las due dilligence de gestión son necesarias.
Pero volviendo a la medición, esta forma tan sencilla y habitual de medir el alfa esconde un problema de fondo bien conocido desde hace ya casi 50 años. Originalmente, el alfa proviene de una generalización del CAPM propuesta por Michael Jensen para recoger la observación empírica de que las carteras de los fondos no representaban con exactitud la relación proporcional entre rentabilidad del mercado y beta postulada por el modelo CAPM.
Al despejar la diferencia entre la rentabilidad ofrecida por una cartera y la rentabilidad de su índice multiplicada por la beta se obtiene precisamente el alfa de Jensen. El alfa de Jensen parece una medición de valor añadido más precisa, puesto que ajusta la cartera por su nivel de riesgo frente al índice, antes de intentar asignar el potencial de rendimiento extra.
Volvamos al ejemplo de antes. El fondo mixto ha ofrecido un 14% de rentabilidad, pero su riesgo es superior al de su índice, con una beta de 1,25. Por su parte, el índice ha obtenido un 12% de rentabilidad en el año. Nos enfrentamos a una nueva realidad, en la que la dimensión del riesgo relativo toma una importancia clave para determinar la rentabilidad potencial que se podría haber alcanzado.
Así, la réplica pasiva del índice antes de costes con un nivel de exposición del 1,25 nos hubiera ofrecido, sin ningún tipo de gestión activa, una rentabilidad del 15% (1,25 por 12%). Sin embargo, el fondo ha conseguido obtener sólo un 14%, por lo que su alfa de Jensen es -1%. En cambio, si la beta del fondo hubiese sido 0,9, es decir, si nuestro fondo hubiese tenido un menor riesgo que el mercado en el período, el alfa de Jensen habría sido superior al 3%.
Por tanto, en el mejor de los casos, el primer alfa del que hemos hablado es un caso particular del alfa de Jensen en el que asumimos que el riesgo de la cartera y el del índice medido por su beta es el mismo. En el peor de los casos, el primer alfa es una forma miope de evaluar el exceso de rentabilidad ofrecido por un gestor, puesto que no evalúa el riesgo relativo en el que incurre frente al índice.
Pero ni siquiera el alfa de Jensen nos garantiza una total precisión a la hora de medir el exceso de rentabilidad. Por ejemplo, la beta de nuestra cartera puede ser baja pero no debido a su volatilidad relativa frente al índice sino debido a su baja correlación. En estos casos diremos que el problema es que el benchmark no está correctamente elegido, y podemos comprobarlo al analizar el R2 del fondo y su índice, que será también bajo por definición.
Dificultades para evaluar lo que significa exceso de rentabilidad
De hecho, si llevamos esta reflexión al extremo e intentamos aplicarla a programas o fondos de retorno absoluto nos encontramos con una gran dificultad para evaluar qué es lo que significa el exceso de rentabilidad ofrecido por un gestor frente al activo sin riesgo o un nivel mínimo de rentabilidad (absoluta) exigida.
Por ejemplo, un fondo de beta cero, como un fondo mercado neutral de renta variable, no debería ser medido en términos de alfa contra el activo sin riesgo o el nivel de retorno mínimo propuesto por el folleto. En ese caso el nivel de miopía en relación al riesgo de la cartera presenta un grado de magnitud superior al del primer caso de alfa que analizábamos.
Así, si mi fondo market neutral ofrece un 4% de rentabilidad y la referencia mínima de retorno es el activo sin riesgo (asumamos que es 0% por simplicidad + un 1% extra propuesto por los gestores) entonces, ¿el alfa del fondo es un 3%?
La incapacidad de resolver el problema del riesgo asumido se acrecienta puesto que ni siquiera sé a que factores de riesgo me expongo para recibir ese 3% de rentabilidad extra. Obviamente, puede revisar la cartera o la estrategia desde el punto de vista del riesgo para intentar entender la exposición que asumo para recibir ese 3%. Pero eso no evita el problema que consiste en que ese 3% no es una rentabilidad extra frente al índice, sino una rentabilidad construida de forma radicalmente diferente a la que nos ofrece su índice. Es un problema de fondo, no de forma. Un problema de exposición a fuentes de riesgo radicalmente diferentes.
Esa cuestión no es nada fácil de resolver. Desde luego no lo es en el caso extremo de mandatos o fondos de retorno absoluto. Pero tampoco en el caso de categorías de activos donde existe una elevada dispersión de resultados, que fomenta el esfuerzo en la selección de gestores, puesto que las propias carteras no pueden ser comparadas dado que no tienen puntos de intersección (los fondos de private equity, por ejemplo, donde difícilmente encontraremos las mismas compañías en varias carteras). En esos casos el riesgo gestor es máximo y, por tanto, será necesario exigir una retribución adecuada a la asunción de dicho riesgo.
Para acabar de rematar la cosa existen toda una serie interminable de problemas de especificación del alfa, que tampoco podemos resolver fácilmente. En primer lugar, cómo determinar si el exceso de rentabilidad responde al mérito y la calidad de la gestión o a la suerte. Si llevamos la cuestión a un terreno más sutil, cómo determinar si la rentabilidad extra proviene de una decisión o un pequeño conjunto de decisiones o está diversificada en una multiplicidad de buenas decisiones. Esto podría abrir la puerta a debatir sobre la composición del alfa a partir de la famosa ley fundamental de la gestión activa de Grinold, donde las fuentes de alfa se separan en dos ejes que representan un trade off: el conocimiento específico (el nivel de habilidad) y la diversificación de exposiciones (la profundidad de la cartera).
Lo que se desprende de esta reflexión es que debemos ser cuidadosos a la hora de interpretar el alfa de una cartera. Al fin y al cabo, se trata de una forma simplificada de abordar un fenómeno complejo y, como tal, no es más que un modelo muy impreciso de la realidad que intenta explicar. Si sólo tenemos en cuenta el exceso de rentabilidad somos miopes al riesgo relativo. Si por el contrario la beta no es significativa por una mala especificación del índice, el alfa tampoco lo será. Si, en definitiva, ni siquiera tenemos un criterio de comparación, no tiene sentido hablar de alfa, sino de la retribución obtenida por asumir un conjunto de factores de riesgo, que deberemos ver si nos compensa o no de otra forma totalmente diferente.