TRIBUNA de Álvaro Jiménez, analista de Renta Variable Iberia de Gesconsult. Comentario
patrocinado por Gesconsult.
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Cuando a principios de 2018 nos preguntábamos qué nos iba a deparar el año, la opinión general apuntaba a un buen año para los activos de riesgo por la combinación del crecimiento económico global coordinado, el incremento de los beneficios, unos tipos de interés todavía bajo el influjo de los Bancos Centrales y una agenda política despejada.
No obstante, la incertidumbre aterrizó de nuevo en los mercados. La inflación apuntaba a una política fiscal más restrictiva, EEUU iniciaba una guerra comercial, especialmente con China, que empezó a generar impacto en la economía real, dañando la confianza de los consumidores y retrasando decisiones de compra e inversión por parte de las empresas, en Italia se creaba un gobierno inconcebible cuya consecuencia inmediata era más gasto y menos ingresos (más déficit) y un marcado sesgo anti europeo, la economía mundial, con China como el principal foco de atención, se desaceleraba y el Brexit volvía a complicarse. Con todo ello, a finales de 2018 los mercados se posicionaron para un mundo bordeando la recesión, unos beneficios empresariales deprimidos y unas condiciones monetarias ineficaces.
Sin embargo, 2019 ha empezado con fuertes subidas en las bolsas mundiales como consecuencia del acercamiento entre EEUU y China para alcanzar un acuerdo comercial, los estímulos por parte de China para impulsar su economía y la relajación del discurso de Jerome Powel sobre la subida de tipos para 2019. Creemos que ni en diciembre de 2018 se acababa el mundo, ni ahora es una máquina perfecta.
Deberíamos ser conscientes que los movimientos del mercado son puramente especulativos en el corto plazo, por lo que la atención se centra exclusivamente en el ruido de mercado. Y es ese ruido de mercado el que nos aleja de lo que realmente importa a la hora de invertir en acciones: los fundamentales.
Como inversores, nuestro objetivo principal no es otro que preservar el capital y obtener rendimientos satisfactorios a largo plazo sobre nuestro capital invertido. Y para obtener rendimientos extraordinarios a largo plazo debemos invertir en negocios extraordinarios, esos negocios que cumplen una serie de características (fundamentales sólidos) que demuestran que las probabilidades de generar valor son muy superiores a las probabilidades de perder valor.
Para ello, debemos establecer un proceso de inversión coherente y sencilla. Un proceso que incluya, al menos, los siguientes aspectos: (1) análisis cualitativo, (2) análisis cuantitativo y (3) valoración.
Todo análisis debe empezar por lo más básico, conocer la historia de la compañía. No podemos entender el presente sin conocer el pasado. También debemos conocer el sector en el que opera la compañía, cuáles son los drivers de la industria, quiénes son los competidores de una compañía o en qué momento del ciclo nos encontramos. Por supuesto, conocer el management de la compañía es crucial. Como diría Warren Buffett, no solo apostamos por el caballo, sino también por el jinete. Pero el aspecto más importante de todos son las ventajas competitivas. Este concepto, desarrollado por el profesor Michael Porter, suele explicar gran parte del éxito de una compañía. Al fin y al cabo, los mejores negocios son aquellos que poseen ventajas competitivas fuertes y sostenibles en el tiempo. De no ser así, Coca-Cola no llevaría más de 130 años vendiendo el mismo producto, ni Apple podría vender sus smartphones a un precio muy superior a los de la competencia. Una vez conocemos la compañía, podemos pasar a analizar sus resultados.
Los mejores negocios obtienen márgenes superiores a los de la competencia de forma sostenible, son capaces de obtener altos retornos sobre el capital a lo largo del tiempo, generan flujos de caja de manera previsible y recurrente y pueden reinvertirlos para seguir creciendo a un ritmo elevado constantemente. De nuevo, la clave para cumplir estos requisitos son unas ventajas competitivas sostenibles en el tiempo. El apalancamiento merece una mención especial, pues uno de los riesgos a la hora de invertir es la deuda. Por lo general, la deuda excesiva no es buena compañera. No obstante, no toda la deuda es maligna. Hay compañías que pueden asumir un nivel de deuda elevado por la naturaleza de su negocio o por las características de la deuda (contratos a largo plazo, vencimientos medios muy extendidos en el tiempo, tipos de interés fijos y reducidos…). En definitiva, las compañías de calidad suelen generar valor a lo largo del tiempo. Pero no podemos pagar demasiado por esa calidad.
Que una compañía sea extraordinaria no significa que nuestra inversión vaya a ser extraordinaria. El requisito para serlo es un precio atractivo. Las características anteriores son condiciones necesarias, no suficientes. El precio que paguemos por un negocio puede suponer el factor de éxito o fracaso de una inversión. Por ello, es imprescindible saber cuál es el valor de un negocio para saber si su precio es atractivo, y la mejor forma de obtener el valor aproximado de un negocio es por medio del descuento de los flujos de caja que esperamos que genere a lo largo del tiempo. Por lo general, estos modelos de valoración se nutren de métricas difícilmente previsibles, por lo que deberemos aplicar el principio de parsimonia y aplicar unas estimaciones sensatas y realistas. Gracias al análisis previo, sabremos con más exactitud qué valores debemos utilizar para obtener una valoración adecuada. Llegados a este punto, la fórmula es sencilla: si el precio es sensiblemente inferior al valor, invertimos.
Por medio de un adecuado análisis podemos obtener elevados retornos sobre el capital a largo plazo. Es cierto que encontrar compañías de calidad a precios atractivos es complicado. Pero también es cierto que somos humanos y somos irracionales. El mercado es ineficiente, por lo que siempre habrá oportunidades de comprar compañías excelentes a precios atractivos, como ocurrió a finales de 2018. Aplicando el sentido común seremos capaces de aprovechar las oportunidades que nos ofrece el mercado, aunque por desgracia el sentido común es el menos común de los sentidos.