Intensa mutación

Cuando se desencadena la crisis financiera en el verano del 2007, la economía española concluía una de las más largas y favorables fases de expansión de su historia. Los indicadores macroeconómicos más relevantes (desde las finanzas públicas al desempleo, pasando por la inflación) eran expresivos de una convergencia nominal y real con las economías más avanzadas de nuestro entorno. Únicamente el abultado déficit de la balanza de pagos por cuenta corriente denunciaba un patrón de crecimiento con producciones de bienes y servicios volcados al mercado interno. Las exportaciones, aunque manteniendo su cuota de mercado mundial, eran muy inferiores a las sumas pagadas años tras año por las importaciones. Los no menos importantes ingresos por turismo solo compensaban parcialmente esa brecha comercial. España, por tanto, precisaba del ahorro del resto del mundo para financiar su intenso y prolongado ritmo inversor.

El otro rasgo, estrechamente vinculado a ese persistente desequilibrio exterior, que diferenciaba a la economía española de la mayoría de las europeas era la composición de su crecimiento. De él sobresalía el protagonismo destacado del sector de la construcción residencial. La actividad inmobiliaria llevaba casi una década de expansión, al socaire de un entorno financiero excepcionalmente propicio: tipos de interés reducidos y una intensa competencia en el sistema crediticio. España pasó a ser el país de la Unión Europea con mayor construcción de viviendas, financiadas por un muy proactivo sistema bancario. Desde esas bases, el desplome de los precios de los activos inmobiliarios en EEUU y la consiguiente emergencia de insolvencias generalizadas en el segmento de hipotecas de alto riesgo, constituyó la chispa que acabaría prendiendo en otros sistemas financieros, el español incluido.

La extensión de esa crisis, en principio americana, a otros sistemas financieros también encontró en la directa contaminación de las estructuras con hipotecas subprime un transmisor adicional. Rápidamente llegó a Europa, hasta el punto de provocar la intervención excepcional del BCE con el fin de paliar los fallos de funcionamiento en los mercados financieros mayoristas. Dominados por la desconfianza generada por la información parcial acerca de la localización de los vehículos con activos tóxicos, los bancos más deficitarios de recursos líquidos encontraron serias dificultades, cada día más expresivas de ese “credit crunch” en toda regla con el que la crisis se introdujo en 2008. La quiebra de Bearn Stearns y, de forma mucho más determinante, la de Lehman Brothers, determinaron que la crisis entrara en una fase mucho más aguda y también más generalizada internacionalmente, al menos en el seno de las economías avanzadas.

El sistema financiero español, al inicio de 2008, presentaba una solvencia suficiente, además de indicadores de eficiencia ciertamente favorables. El principal factor de vulnerabilidad era la muy elevada proporción de activos de naturaleza inmobiliaria, en especial, la inversión crediticia con garantía hipotecaria, tanto a familias como a empresarios promotores inmobiliarios y constructores. Esa actividad representaba el principal componente del muy elevado endeudamiento privado con el que la economía española abordaba la que acabaría siendo la crisis más severa y compleja desde la Gran Depresión. La contrapartida de buena parte de ese endeudamiento de familias y empresas se encontraba en el activo de bancos y cajas de ahorros, fundamentalmente. La antes comentada insuficiencia de ahorro interno había llevado a las entidades españolas a endeudarse en los mercados mayoristas externos.

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