TRIBUNA de Alberto Montero Soler, profesor de Economía Aplicada de la Universidad de Málaga.
El pasado jueves 6 de septiembre, Mario Draghi hacía su esperada comparecencia pública tras la reunión del Comité Ejecutivo de dicha institución para informar de cuáles iban a ser sus principales líneas de actuación para hacer frente a la crisis de la Eurozona: el denominado Programa de Operaciones Monetarias Directas (Outright Monetary Transactions).
Como era de esperar, lo que el presidente del BCE anunció fue acogido entre los políticos y en los medios de comunicación convencionales con todo el entusiasmo que son capaces de mostrar la secta de adoradores de esos nuevos ídolos que son los banqueros centrales y a los que sus acólitos atribuyen, en estos tiempos de certezas quebradas, la omnipresencia, omnipotencia y omnisciencia de la que hasta hace poco sólo eran merecedores los dioses de sus altares.
Y es que el nuevo programa de compra de bonos del BCE (el tercero desde que comenzó la crisis, por si a alguien se le ha olvidado) no es más una patada hacia delante que no entra a resolver los problemas de fondo de la crisis europea; que instala las políticas de austeridad en las economías periféricas cuando, precisamente, éstas están necesitadas de lo contrario; que pervierte las estrategias de financiación de los Estados forzándolos a emitir a corto plazo y desincentiva la emisión a largo; que se instala en la ortodoxia monetarista del Bundesbank, por mucho que patalee su presidente en contra del programa, y que, en definitiva, se convierte en un mecanismo incompleto que, simplemente, compra tiempo a cambio de más empobrecimiento. Veamos por qué.
No es oro todo lo que reluce
En primer lugar, y a pesar de lo que aparentemente pudiera parecer y ha declarado el presidente del Bundesbank, el programa de compra de bonos se aviene claramente con las posiciones de monetarismo fundamentalista de la institución germana. Así, frente al programa de relajamiento cuantitativo de la Reserva Federal estadounidense, que sí incrementaba la masa monetaria, el programa del BCE se hace manteniendo la masa monetaria constante y para ello se recurre a operaciones de esterilización, es decir, de venta de bonos de otros Estados en los mercados o a la oferta de depósitos a las instituciones financieras. La liquidez queda intacta y se supone que, con ello, también la inflación.
Sin embargo, esta medida tiene varios efectos perniciosos de cara a la evolución próxima de la crisis.
Así, por un lado, de ser cierta la relación entre el incremento de la masa monetaria y el nivel de precios (tal y como sostienen los monetaristas a pesar de que el caso de Estados Unidos contradice todos sus planteamientos), la esterilización impediría un incremento de la inflación que permitiera aliviar la carga para los deudores frente a los acreedores, es decir, sigue priorizando los intereses de estos últimos y trasladando todo el peso del ajuste sobre los primeros.
Y, por otro lado, al actuar el programa en términos de liquidez constante, las compras de bonos soberanos de países rescatados se traducirán, a su vez, en encarecimiento de la financiación para el sector privado como consecuencia de la reducción de los fondos prestables por parte del sistema financiero que preferirá colocarlos de forma más segura y rentable en el BCE que prestarlos a particulares y empresas. El programa, como se dice popularmente, desviste a un santo para vestir a otro.
En segundo lugar, nuevamente es el Bundesbank el que impone su criterio al interior del BCE cuando somete la decisión sobre la intervención en los mercados de deuda a la petición de un programa de rescate que estará sometido a una estricta condicionalidad. Esta es, según Draghi, la diferencia fundamental que le distancia de los dos programas de compra de bonos anteriores: el vínculo entre la intervención monetaria y las políticas de ajuste se vehiculiza por la vía de la condicionalidad que se convierte en el lazo que permitirá tensar, desde Europa, a los gobiernos nacionales que soliciten ayuda.
Nuevamente nos encontramos con el muro de la austeridad para todas aquellas economías que soliciten el rescate. Visto los resultados que estas políticas han tenido en Grecia o Portugal, en donde la semana pasada, por ejemplo, el Gobierno le bajó un 7% el sueldo directo a todos los trabajadores por la vía de incrementar sus cotizaciones a la Seguridad Social, sólo cabe esperar de estas medidas un horizonte para lustros de crisis económica y social.
En tercer lugar, el plan también tiene otro problema por el lado de la curva de vencimientos en la que centra su acción, esto es, los títulos de corto plazo con vencimientos entre uno y tres años. El programa, en este sentido, fuerza a los países con problemas a concentrar la mayor parte de su deuda a corto plazo y espera que sean los inversores privados los que acudan a atender las emisiones de deuda de largo plazo, es decir, que asuman el tramo de la curva de vencimientos entre los tres y los diez años.
El problema es que el programa, por esa vía, obliga a los Estados a emitir a unos plazos más cortos, lo que provoca un recorte de la vida media de la deuda en circulación, les impide consolidar sus deudas y acotar su calendario de emisiones y refinanciaciones. La consecuencia es que los gobiernos ven también cómo disminuye el margen de maniobra para diseñar políticas de largo plazo y se intensifica la presión financiera que pueden ejercer los mercados sobre los mismos puesto que deberán acudir muchas más veces a ellos para buscar financiación.
Y, en cuarto lugar, el programa anuncia que las compras de deuda serán ilimitadas pero no es así puesto que existe una restricción que no ha sido tenida en cuenta y que proviene de la obligación autoimpuesta de esterilizar todas las compras de bonos que se realicen. Para que esa esterilización pueda tener lugar es necesario que exista, paralelamente, una demanda de deuda pública europea en los mercados. Si la demanda de deuda se seca, como ocurrió por ejemplo a primeros de año, las posibilidades de esterilización desaparecen y el BCE tendría que limitar sus compras de bonos soberanos precisamente en un contexto de tensión sobre los mismos.
Como puede apreciarse, no era oro todo lo que relucía.
La zanahoria y los palos
Con independencia de los problemas concretos del programa de compra de bonos del BCE recién señalados hay una cuestión de fondo mucho más profunda y sobre la que sigue sin entrar. Y es que puede que éste sea un instrumento eficaz para salvar al euro en una situación en la que las tensiones sobre el mismo se han intensificado hasta un punto casi insostenible por la gravedad que tendría el mantenimiento de la tensión sobre España e Italia, pero ¿en qué medida la situación de la economía de la Eurozona se ve afectada por dicho programa?
La respuesta a esa pregunta, como podrán imaginar, es rotunda: en nada.
El BCE ha movido ficha en el ámbito monetario reforzando la posición de quienes más daño están haciendo al crecimiento de la Eurozona –los partidarios radicales de la austeridad– y, con ello, a la posibilidad de dejar atrás esta crisis. Ha tratado la crisis de los países periféricos como un problema de liquidez y se la ha enfrentado con medidas de corto plazo; pero, ¿qué ocurrirá cuando, tras la euforia inicial, los mercados vuelvan a cuestionar la solvencia de la economía española, por ejemplo? ¿Puede creer alguien que la caída de más del 30% de la inversión extranjera en deuda pública que ha ocurrido en nuestro país desde principios de año obedece exclusivamente a que esos inversores creen que en España existe un problema de liquidez? ¿A nadie se le ha ocurrido pensar que cada vez les preocupa más la solvencia de una economía española que se encuentra en caída libre?
Es cierto que ahora tienen un aparente motivo para la tranquilidad: saben que el BCE les comprará la deuda que mantengan en su poder. Pero también saben que si a una economía como la española, en recesión descontrolada, se le da una nueva vuelta de tuerca imponiendo más austeridad por la vía de un segundo rescate, las consecuencias serán desastrosas y su solvencia más que cuestionada.
Y todo ello porque sigue planteándose la crisis de la Eurozona como una crisis fiscal, responsabilizándose a los Estados de sus excesos presupuestarios y centrándose la atención sobre su dimensión financiera. Tal vez otro gallo nos cantaría si por un momento cundiera la lucidez entre tanta inteligencia acumulada como debe existir a nivel de instituciones europeas y se considerara la posibilidad de que la crisis de la economía europea no es una crisis de deuda soberana sino que obedece, entre otras razones, a los problemas de competitividad interna entre los Estados centrales y los Estados periféricos y que, por lo tanto, el problema de la Eurozona se encuentra en el propio diseño de la misma; en la obsesión por el control de las variables monetarias y financieras, y en el absoluto desprecio por la evolución de las variables reales de la economía.
Pero como ese no es el caso, el programa anunciado por Draghi la pasada semana sólo viene a reforzar la tesis de quienes creen que lo que necesitan los países periféricos es una zanahoria mientras le siguen lloviendo los palos.
(Alberto Montero Soler [[email protected]] acaba de publicar, junto a Juan Pablo Mateo, el libro "Las finanzas y la crisis del euro: colapso de la Eurozona", en Editorial Popular. Otros textos suyos, en su blog La Otra Economía)