Artículo de Luis Fernando Utrera, subdirector del programa Máster en Bolsa y Mercados Financieros de IEB.
Entender las consecuencias del aplazamiento de la puesta en vigor de la MIFID II, descansa en lo que se pretende conseguir cuando se aplique, inicialmente en enero de 2018. El objetivo de MIFID II es incrementar la transparencia del mercado, para facilitar, por un lado su control por el supervisor (cálculo/formación de precios, comisiones, responsabilidades, documentación, información, formación e integración) y, por otro lado, aunque en paralelo, defender al inversor minorista de posibles abusos. En consecuencia, los efectos del retraso en su entrada serán, tanto sobre la industria como sobre el inversor.
Los sectores afectados serán muchos: fondos de fondos que seguramente necesitarán migrar hacia los menos penalizados fondos tipo UCITS (un intento de armonizar y unificar la comercialización transfronteriza de fondos en la Unión Europea); plataformas actuales de venta de fondos; los propios bancos, a los que se exigirá una adecuada formación de sus empleados cuando ofrezcan productos de inversión; a los asesores independientes (EAFIs) y su sistema de remuneración (retrocesiones); a las entidades depositarias, a las que se exigirá restitución, caso de pérdida en los valores custodiados; la información que se debe aportar a Supervisores y clientes…
Y, respecto del cliente minorista: información, tan sencilla como completa y realista, sobre el tipo de productos en el que se invierte (cosa que obliga a demostrar que el vendedor del producto conoce perfectamente lo que está vendiendo y los riesgos que suponen para el inversor: no solo es un problema “formal” de folleto), incluyendo una calificación clara de producto respecto del riesgo que incorpora (sea mediante colores o números), análisis más pormenorizado del perfil del cliente (entre otras cosas se le pedirán ingresos y gastos mensuales, volumen operativo, grado de aversión al riesgo o incluso formación, para asegurarse de que el producto en el que invierte es el adecuado para su perfil y sus posibilidades), información detallada de los costes y comisiones operativas, así como de su reparto (ahora, muchas veces diluido en la letra pequeña de los contratos) y, claro, pagar por el asesoramiento independiente (no es que no se hiciese antes, pero ahora el inversor lo asumirá, cosa que rompe con la tradicional apariencia de que ese servicio es gratis ya que lo paga la gestora directamente al asesor, poniendo en riesgo su pretendida “independencia”).
En este sentido, se prohíben los incentivos para colocar un producto de inversión, de manera que se asegura la independencia y objetividad del asesor al recomendarlo. La calificación de productos según su complejidad, por un lado los hará inalcanzables para muchos inversores y, por otro, incluirá mayores exigencias a los gestores, cara a la supervisión e información a los clientes.
Visto en su conjunto, el retraso en la aplicación de la nueva normativa, supone el mantenimiento durante un año de las lagunas que actualmente hay en la defensa del pequeño inversor contra los abusos, en términos de independencia, transparencia, control e información. Pero, por otro lado, se da un año a la industria para que se adapte a lo que sin duda es una revolución que obliga a profundos cambios, tanto estructurales como en procedimientos, a nivel de asunción de riesgos y por supuesto, a mejoras tecnológicas, sin olvidarnos de la calidad de la información, sea a clientes o a supervisores, ni de la correcta formación de sus redes de colocación de productos. El impacto en las cuentas de resultados puede ser significativo y en este momento de ajuste en la industria, sin duda ha sido un elemento tenido en cuenta.