Por qué percibimos ciertas amenazas e ignoramos otras

Thomas Mayer
Foto cedida por Flossbach von Storch.

TRIBUNA de Thomas Mayer, profesor del Instituto Flossbach von Storch.

A finales de junio de 2020, The Economist publicó un artículo de portada sobre “la próxima catástrofe”. Los autores señalaron que el mundo no está preparado y podría ser sorprendido por catástrofes similares al COVID-19 que abarcan una amplia gama de sorpresas, desde el impacto de un meteorito hasta el brote de una pandemia verdaderamente desagradable. ¿No fue el impacto de un meteorito de 10 kilómetros de diámetro hace 66 millones de años el que marcó el fin de los dinosaurios? ¿Y no podría un patógeno con la velocidad de propagación del coronavirus y la letalidad del virus de la peste acabar con un tercio de la humanidad?

Aunque son muy reales, descartamos estos riesgos porque su probabilidad de ocurrencia nos parece impredecible. ¿Cómo podría movilizar un político cantidades de dinero enormes para adoptar precauciones contra tales acontecimientos si no tenemos ni idea de la probabilidad de que nos afecten?

Por el contrario, estamos dispuestos a gastar grandes sumas de dinero para evitar una probable amenaza a nuestras vidas en un futuro lejano por el calentamiento de la atmósfera terrestre causado probablemente por actividades humanas. A diferencia del impacto de un meteorito o de una pandemia que amenace la existencia humana, la amenaza que supone el cambio climático nos parece previsible gracias a los modelos correspondientes. Por lo tanto, son justificables las precauciones contra estas amenazas.

De incertidumbre impredecible a riesgo previsible

La transformación de la incertidumbre impredecible y radical en un riesgo previsible ha sido una preocupación de la humanidad desde la época de la Ilustración. Cuando dejamos de creer en la divina providencia, nos engañamos pensando que podemos medir el futuro. De este modo, “prolongamos las experiencias del pasado hacia el futuro y, por lo tanto, nos enredamos con los escollos del pasado en un futuro aparentemente predecible”, según el sociólogo Ulrich Beck (Beck, 2017, p. 44).

El desconocimiento de las amenazas radicalmente inciertas que lamenta The Economist va de la mano de la desaparición de la incertidumbre en el cálculo de los riesgos aparentemente predecibles. Dado que el clima es un sistema muy com-plejo, solo se pueden estudiar sus cambios en modelos que únicamente pueden representar este sistema de manera simplificada. Estos modelos se construyen y calibran basándose en suposiciones y en la “experiencia pasada”. Como todas las abstracciones de una realidad compleja, estos modelos no pueden estar libres de errores de construcción y calibración.

Probabilidades sin justificación matemática

Por consiguiente, el Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático suele calificar sus declaraciones con probabilidades de ocurrencia. En cualquier caso, estas probabilidades no tienen una justificación matemática. Ni siquiera el Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático puede conocer todas las relaciones posibles que determinan el clima. Por lo tanto, el Grupo solo puede expresar la opinión mayoritaria de sus miembros en cifras creando así una apariencia de precisión.

Sin embargo, en el debate público ni siquiera se percibe esta débil advertencia de posibles errores. “Escuchad a los científicos”, advierte Greta Thunberg refiriéndose a los protagonistas de la ciencia del clima que hace tiempo abandonaron las dudas necesariamente inherentes a cualquier ciencia y se han convertido en activistas con apariencia de científicos.

Cuanto más seguro sea el escenario de la amenaza y más corto se estime el tiempo restante para evitarla, más fácil será persuadir a los políticos para que recauden grandes sumas de dinero para evitarla. Otras voces que expresan dudas sobre el escenario de la amenaza deben ser silenciadas por la exclusión, porque de lo contrario podrían surgir dudas sobre si los numerosos fondos públicos han sido gastados correctamente.

Espiral de silencio

El resultado es una “espiral de silencio”. Tomemos como ejemplo una observación concreta. La imposición de confinamientos restringió enormemente la vida en todo el mundo. Y las emisiones de CO2 generadas por el hombre cayeron drásticamente (hasta en un 26% en Alemania) durante el período de marzo-abril.

Aunque varía estacionalmente, esto no ha afectado a la concentración de CO2 en la atmósfera. En el primer trimestre de este año se midió una concentración de CO2 de 416,56 partes por millón en promedio en el volcán hawaiano Mauna Loa, una popular estación de medición. Esto representó un 0,6% más que el año anterior. Las concentraciones en el segundo trimestre y en septiembre fueron también un 0,6% y un 0,8% superiores al año anterior.

¿Es posible prevalezcan otras influencias distintas a la producción humana de CO2? ¿Podría ser que una intensificación de la radiación solar caliente los océanos? ¿Y por lo tanto libere CO2? ¿De modo que la relación entre el aumento de CO2 y el calentamiento global tenga un motivo diferente al asumido? ¿Son estas preguntas demasiado estúpidas como para que valga la pena responderlas? ¿Se ha pasado por alto la respuesta que se dio hace mucho tiempo? ¿O nos aferramos a la teoría del calentamiento global provocado por el hombre simplemente porque creemos que al menos podemos medir ese riesgo?