En las últimas décadas, los valores de menor riesgo se han comportado mejor que los más arriesgados. Un estudio reciente de la Universidad de Boston y la London School of Economics analiza el cambio que está detrás de esta distorsión.
Uno de los axiomas más conocidos en el mundo de la inversión es que para obtener rentabilidades más elevadas, hay que asumir un mayor nivel de riesgo. Históricamente, las inversiones de mayor riesgo han generado mejores resultados a largo plazo y esta idea ha animado a generaciones de inversores a arriesgarse, con la esperanza de maximizar sus rendimientos. “El problema es que, en la práctica, está sucediendo lo contrario”, afirma John Authers en un artículo reciente del Financial Times.
Según Authers, las investigaciones académicas demuestran que, en las últimas décadas, los valores de menor riesgo se han comportado mejor que los más arriesgados, lo que sugiere que los mercados están profundamente distorsionados y el capital, mal asignado. ¿Cómo explicar este comportamiento? Andrea M. Buffa, de la Universidad de Boston, y Dimitri Vayanos y Paul Woolley, de la London School of Economics, podrían tener la respuesta. En un estudio publicado en septiembre de este año, los expertos concluyen que la relación entre riesgo y rentabilidad se ha visto distorsionada porque los gestores de fondos activos tienden a pegarse cada vez más a sus índices de referencia.
Los números hablan por sí solos: entre 1970 y 2011, el 25% de acciones estadounidenses con mayor sensibilidad al mercado se anotaron una rentabilidad media anual de 7,2% con el doble de riesgo (definido por la volatilidad) que el 25% de los valores menos sensibles al mercado. Sin embargo, estos últimos obtuvieron una rentabilidad anual media de 10,6%. Esta inversión de la relación rentabilidad-riesgo es aún más pronunciada desde 1984 ya que, en los últimos treinta años, las acciones globales más conservadoras han rendido, de media, un 10,1% frente al 4,1% generado por las más arriesgadas.
Los expertos sitúan el punto de inflexión en 1968 y atribuyen el cambio al hecho de que, a partir de esa fecha, la asignación de capital pasa a estar controlada por grandes instituciones −en vez de por inversores individuales− que tienden a pegarse más al índice de referencia. Como señala Authers, “es habitual comparar a los gestores ‘activos’ con el índice, lo que les lleva a no desviarse demasiado para minimizar el riesgo de hacerlo peor, exacerbando el natural comportamiento gregario de los seres humanos”.
Para los autores del estudio, las posiciones infra o sobreponderadas en valores con una elevada ponderación en el índice, combinadas con la volatilidad de los precios, pueden llegar a tener un profundo impacto sobre la rentabilidad de la cartera, por lo que los gestores tienen un fuerte incentivo para pegarse al índice en el caso de los valores más grandes y de mayor riesgo. Sin embargo, esta estrategia elimina las primas de riesgo asociadas a estos valores y, como resultado, acaba provocando la inversión de la relación entre rentabilidad y riesgo.
Parece que la solución estaría, por tanto, en abandonar los índices de referencia. “Pero, ¿cón qué los sustituimos? Si no medimos los fondos frente a sus comparables o a un índice, ¿cómo evaluarlos?”, se pregunta Authers. Para Paul Wooley, la respuesta pasaría por “realizar un análisis mucho más profundo, comprobar que las decisiones de inversión de los gestores están fundamentadas en el valor, que las rotaciones de la cartera no son cada vez más frecuentes, etc. Y, lo más importante, las primas no deberían estar vinculadas a la rentabilidad anual sino al comportamiento a largo plazo”, concluye.