TRIBUNA DE Juan José Dolado, catedrático de Economía de la Universidad Carlos III de Madrid, y miembro del Foro de Expertos del Instituto Aviva de Ahorro y Pensiones.
¿Por qué ahorramos? Primero, para estabilizar nuestro consumo a lo largo de la vida y, seguramente, para ayudar a que lo consigan nuestros descendientes. Por ejemplo, nuestras preferencias y los usos sociales nos hacen elegir realizar tres comidas al día en vez de nueve en un solo día seguidas de dos jornadas de ayuno. Ello conlleva a que los cambios permanentes en la renta se trasladen al consumo mientras que los transitorios (por ejemplo, un premio en la lotería) solo lo hagan en parte. Segundo, por motivo de precaución con el fin de afrontar gastos imprevistos derivados de la salud, pérdida de empleo, etc.
Ambos tipos de ahorro varían a lo largo del ciclo vital: ahorramos cuando somos adultos y des-ahorramos cuando somos jóvenes y durante la jubilación. Si hay una fase vital (casi) perfectamente previsible es esta última. Sin embargo, bien sea por la miopía propia de los seres humanos o por perturbaciones adversas, hay personas que llegan a la vejez sin suficientes medios para vivir dignamente.
Para evitar estas situaciones, al igual que el seguro de desempleo o de accidentes laborales, se crearon los sistemas públicos de pensiones obligatorios, los cuales pueden ser de reparto (SR) o de capitalización (SC). En el primero, los trabajadores financian las pensiones de los jubilados a través de las cotizaciones a la Seguridad Social. Dichas pensiones pueden establecerse a priori, ajustando las cotizaciones o la edad de jubilación para poder sufragarlas (sistema de prestación definida) o a posteriori, en función de la capitalización de las contribuciones de cada trabajador a una tasa preestablecida, con límites a la cuantía de la pensión que permitan cierta redistribución. En el segundo las contribuciones a lo largo de la vida laboral se invierten en fondos mutualizados de pensiones (públicos o privados) obteniendo el capital y rendimiento de los mismos en la vejez, sujetos de nuevo a cierto rango de variación.
La regla de oro para que sobreviva el sistema de reparto es que la tasa de crecimiento de la masa salarial, sobre la que se fija el tipo de las cotizaciones, supere al tipo de interés real. Sin embargo, si esto no ocurriera, transitar del SR al SC daría lugar a la emisión de deuda para financiar los compromisos contraídos con la actual generación de jubilados. Obviamente, si el tipo de interés real es mayor que el crecimiento de la masa salarial, dicha transición sería ineficiente pues la carga de la deuda emitida excedería al ahorro en cotizaciones.
El sistema de reparto es el más relevante en nuestro país. Ha funcionado bien pero actualmente está sujeto a graves tensiones en su sostenibilidad futura con un déficit anual de 12.000 millones de euros. El problema fundamental se encuentra en el mal funcionamiento de las instituciones en nuestro mercado laboral (dualidad y rigidez frente a la flexibilidad interna). Con una tasa de empleo (ocupados entre población de entre 16 y 65 años) del 54%, es difícil que el gasto en pensiones supere el 10% del PIB nominal, mientras otros países sin nuestros atroces problema de desempleo pueden fácilmente alcanzar el 13% o 14%. Algunos aducen que la solución es acabar con el carácter finalista de la recaudación en cotizaciones, aportando al sistema de pensiones otros ingresos impositivos pero entonces dejaríamos de gastar en otras partidas como educación, sanidad o infraestructuras. Este es quid de la cuestión.
Por ello, es imprescindible consolidar la sostenibilidad del sistema de reparto en el futuro, cuya otra cara de la moneda es la educación pública. Después de todo, los hijos devolvemos a nuestros padres la inversión que éstos hicieron en nosotros, financiando mediante impuestos nuestra educación a través del sistema público. Romper este pacto intergeneracional conlleva reducir el bienestar de nuestros mayores y el acceso a la educación como mecanismo de igualdad de oportunidades.
Deshacer este nudo gordiano pasa no solo por ajustar el sistema actual a través de tres mecanismos: factores de sostenibilidad, cambios en la edad de jubilación y, sobre todo, reformas laborales eficaces y justas que aborden definitivamente los problemas idiosincráticos de nuestro mercado de trabajo.
Sin embargo, junto a estas piezas, una condición imprescindible es aportar una información fluida desde una edad laboral temprana (digamos 30 años) sobre nuestras cotizaciones acumuladas, a diferencia de lo que se hace en la actualidad donde la única información sobre la vida laboral que se recibe es justo un año antes de la jubilación. Ello imposibilita cualquier ajuste en nuestro comportamiento ahorrador. El Gobierno ha anunciado que pretende subsanar esta grave deficiencia informativa, si bien solo a partir de los 50 años de edad.
Me parece demasiado tarde, dado el exceso de prejubilaciones y despidos incentivados que están teniendo lugar desde el comienzo de la recesión, pero más vale esto que nada. Cuanto antes mejor y que utilicen un sobre de color chillón (naranja en Suecia desde 1999) para que no lo tiremos a la basura pensando que se trata de propaganda.